Ya se apunta a maíces con 20 genes y sojas resistentes a nuevos herbicidas. Argentina, en la mira de todos.
Ver la evolución de la tecnología y de las estrategias de las principales compañías del mundo en el negocio agrícola sirve, entre otras cosas, para saber en qué lugar del concierto global está parada la Argentina como gran proveedor de alimentos y, además, cuáles son sus oportunidades y desafíos de cara al futuro.
Hace pocos días, Clarín Rural recorrió laboratorios de última generación y la sede central de Monsanto, en el estado de Missouri, en Estados Unidos, donde dialogó con muchos de sus científicos y los ejecutivos que diseñan la estrategia de la compañía. Allí, volvió a quedar clara una visión casi unánime: que nuestro país tiene frente a sí varias décadas durante las cuales lo que produce con mayor competitividad, y que todavía puede crecer muy fuerte, tendrá una demanda sostenida y creciente.
De cómo se evalúe el peso de esta realidad, y la oportunidad que significa, dependerán muchas cosas para los productores argentinos, para toda la cadena agroindustrial y, claramente, también para la economía argentina, que hoy tiene en el sector a su pilar principal. Por eso, vale la pena repasar buena parte de lo visto y oído en la capital agrícola del mundo, el famoso Corn Belt (cinturón maicero), atravesado en las últimas semanas por una de sus peores sequías en décadas, como quedaba claro con sólo mirar maíces y sojas desde las autopistas que lo invaden en todas direcciones.
El marco es conocido. Para el 2050 habrá tres Chinas más en el mundo. Es decir, al planeta se le agregarán tantos habitantes como tres veces los que hoy viven en ese país. Así, se llegaría a 9.300 millones de personas, a las que habrá que alimentar. Para eso, no hay dudas, las claves pasarán por el conocimiento y herramientas tecnológicas, porque la superficie para producir alimentos, a nivel global, no podrá crecer sustancialmente. Entonces, en el camino obligado de mayores rindes, conviene ir viendo qué cosas estarán a disposición de la cadena productiva.
En Chesterfield (estado de Missouri), Monsanto tiene sus laboratorios centrales. Allí, la investigación muestra todo su peso. Tanto en el mejoramiento convencional del germoplasma de semillas como en la biotecnología, que van en paralelo, porque, en definitiva, la semilla es el vehículo que lleva a la biotecnología.
Allí, por ejemplo, está la llamada “chipeadora”, un complejo robot que permite tomar una porción genética mínima de una semilla (“chipear”) y analizar infinidad de caracteres en pequeñas astillas de la semilla (“chips”). Se analiza así el ADN de los granos, para predecir qué características tendrá, y se lo hace en pocos minutos, lo cual acelera los tiempos del mejoramiento y permite imprimir extrema velocidad también a los trabajos a campo. Las máquinas son, además, un desarrollo de los ingenieros de la compañía.
En Chesterfield, por ejemplo, se logró secuenciar el genoma del maíz, con una máquina de la cual hay sólo 11 en el mundo, la mayoría en la industria farmacéutica y dedicadas al estudio de enfermedades en los seres humanos.
Este nivel en la investigación acelera enormemente, como se dijo, los tiempos del avance genético. Los científicos de la compañía sostienen que la clave no es solo qué gen poner, sino dónde ponerlo, teniendo en cuenta los 32.000 cromosomas que tiene el maíz, por ejemplo. Para que esto sea posible, los de St. Louis gastan tres millones de dólares por día en Investigación y Desarrollo, y calculan que cada nuevo gen les cuesta entre 120 y 150 millones de dólares.
Emilio Oyarzábal es argentino y lidera el área de Desarrollo Técnico de Monsanto en Estados Unidos. Sostiene que los avances tecnológicos son imprescindibles y que, si se usa tecnología vieja, se paga un precio. “En Argentina hay variedades de soja viejas, y eso es un riesgo”, dispara. Y, como ejemplo, se pregunta qué podría pasar en Brasil si hubiera un ataque devastador de roya de la soja. Si eso sucediera, ¿cuánto valdría una variedad resistente?. Es sólo un ejemplo de lo que la tecnología puede aportar.
En Argentina, en esa línea, podría resultar muy útil la soja RR2Bt, que brindará resistencia a insectos. Esta variedad ya está para ser sembrada en Brasil y en nuestro país se avanza en acuerdos privados entre la empresa y productores que quieren adoptar la tecnología y están dispuestos a pagar por ella, pero todavía resta seguir avanzando en ese camino y, también, en un aval oficial que permita que el sistema, si las partes están de acuerdo, se ponga en marcha.
Pablo Vaquero es vicepresidente de Monsanto Argentina. Luego de recorrer las calles asfaltadas del Farm Progress Show, la feria agrícola a campo más importante de Estados Unidos, cuenta bajo el sol inclemente del vecino estado de Illinois que están trabajando también en una soja resistente a Dicamba, en conjunto con Basf. Esas variedades harían un gran aporte en los campos argentinos para evitar que crezca el problema de las malezas tolerantes y resistentes a glifosato.
Tales materiales tendrían también otros componentes biotecnológicos, para hacerlos más completos, y permitirían variar modos de acción herbicidas, un elemento clave para luchar contra la expansión del problema de la resistencia, sobre todo en sorgo de Alepo, uno de los puntos más complejos en la Argentina.
La importancia de la cuestión la marca el hecho de que varias otras compañías están trabajando en el tema. Bayer, por ejemplo, recibió recientemente la aprobación oficial a sus variedades Liberty Link, resistentes a glufosinato de amonio, y Dow viene desarrollando sojas resistentes a 2.4D.
Para Vaquero, el necesario incremento en los rindes vendrá de la suma de tres elementos: genética, biotecnología y prácticas agronómicas. Por eso, todos los materiales se prueban en los distintos ambientes de cada país, incluyendo, por supuesto, los de la Argentina. En los campos argentinos, sostiene el ejecutivo, la próxima revolución será la del maíz, cuya superficie se podría duplicar en los próximos 4 o 5 años, mientras que ya para esta campaña se espera un crecimiento de su superficie de 1 millón de hectáreas. Es decir, en torno al 25% con respecto a la anterior.
Como dice Vaquero, la semilla de maíz es cada vez más cara, entre otros motivos porque tiene cada vez más tecnología y más potencial. Por eso, debe ser protegida y constituirse en un material que brinde una alta seguridad sobre su potencial.
En el Farm Progress Show, Monsanto mostró sus maíces que se conocen como RIB, una sigla en inglés que significa que el refugio está en la bolsa. Es decir, no hace falta sembrar más un porcentaje del lote como refugio cuando se implanta un maíz Bt, sino que un 5% de maíz convencional ya viene en la bolsa y se distribuye a lo largo y ancho del espacio que ocupe el cultivo.
El concepto del plot de la compañía en el Farm era mostrar pasado, presente y futuro de las semillas, básicamente en soja y maíz. Hacia adelante, lo que viene es tolerancia a sequía, materiales de altísimo rendimiento, resistencia a enfermedades, mayor eficiencia en la utilización de nitrógeno, resistencia a nematodos, manejo de resistencia a malezas (las sojas que “se bancan” el Dicamba, ya mencionadas) y una nueva generación de control de insectos. A todo esto se llega porque el breeding (la investigación y desarrollo de semillas) acelera sus tiempos producto de una aceitada integración global. Los de Monsanto hacen en 2 años lo que antes llevaba 6, llevando las semillas, en un mismo ciclo, desde el Corn Belt a Hawaii y a Chile, aprovechando las distintas estaciones climáticas en cada geografía.
El objetivo es crecer en productividad. Para el 2030, la empresa apunta a tener una batería de tecnologías que permitan, con buenas prácticas agronómicas, duplicar los rendimientos de los cultivos.
En ese camino, y bajo el techo de chapa que protegía a los cultivos en el Farm (y a los visitantes del sol), Robert Fraley, vicepresidente de Tecnología de Monsanto, dijo que para ese año esperan tener 20 genes en maíz, contra los 8 con que cuentan hoy.
El camino para explotar a fondo todos esos avances es una completa “computarización” de la producción, sostienen los de St. Louis, que mostraban en su plot una batería de televisores de plasma asomando entre las plantas de soja, con imágenes de satélites conectados a sembradoras y a laptops, desde las cuales se controlarán todas las variables.
Serán ellas, las computadoras, las que permitan una integración completa de las nuevas herramientas y tecnologías con el comando indispensable que deberá venir de una práctica agronómica que estará obligada a ser, cada día, más profesional.
Lo atractivo de todo esto, más allá de los avances en sí mismos, es la oportunidad que significa el escenario para la Argentina.
Como sostuvo Jesús Madrazo, líder del negocio internacional de Monsanto (ver Con la mirada puesta en…), no solamente la batería completa de avances deberá estar disponible en la Argentina, sino que nuestro país tiene un rol central que cumplir en este contexto de las próximas décadas, en el que el mundo demandará cada vez más lo que nuestro país mejor sabe producir, que son alimentos.
Fuente: clarin.com