Admito una deformación profesional: cuando la cosa pública me abruma, cuando me hastía su sordidez, su infinita y estéril repetición, multiplicada a su vez por la monocorde letanía de los medios, suelo recurrir a lecturas inolvidables para encontrar una perspectiva diferente, superadora y menos angustiante.
Será por eso que hace tiempo me ronda la primera novela de Julio Cortázar (“Los premios”, Sudamericana, 1960), y en particular uno de sus personajes, el calvo y alucinado Persio, que mientras los otros pasajeros disfrutan de un crucero de placer, producto de un premio de lotería, él sale a cubierta y se hunde en la profundidad de la noche para meditar sobre los enigmas que ocultan las apariencias de la realidad. En el nivel de la acción, lo recuerdo, la novela propone los encuentros y desencuentros de un grupo de personas diferentes reunidas a bordo por el azar, sin embargo esa trama está sujeta a una visión más amplia en las meditaciones de Persio incluidas en la narración.
Persio es un anónimo corrector de pruebas, preso de una rutina que restringe su libertad y lo empobrece como individuo. Se embarca para superar el tedio y a la vez entregarse a una contemplación estética y filosófica, a la búsqueda de una perspectiva universal, integradora, un absoluto que trascienda toda circunstancia empírica, lo libere y acaso devuelva sentido a su vida.
Solo y en la oscuridad de la proa, “frente a la sacralidad aterradora de la noche y los astros”, Persio se dispone a velar atento a los signos que percibe en el firmamento y en su propia conmoción. “Empieza con un amable delirio pero presiente que en el curso de la noche va a instalarse un orden, una causalidad inquietante, quizás el comienzo de una ruta inexorable”, se desespera por adivinar el significado de la figura “que le ofrece allá arriba sus ideogramas ardientes”.
Indiferente a los amores, traiciones y enredos que ocurren en el viaje, Persio busca entender los hechos en otro plano. Rechaza las formas dadas, considera cada situación desde todos los desdoblamientos imaginables, quiere penetrar esa apariencia que los demás aceptan, tiene una visión estructural, de conjunto, y es especialmente sensible a las simetrías sutiles, a las asociaciones casuales.
Quisiera encontrar la síntesis de toda interpretación, hallar un símbolo mítico que le permita abarcar y unificar el sentido de la realidad y obtener quizás la visión de un orden que supere al caos que percibe en el nivel empírico de la realidad.
Poseído por “una especie de fiebre fría, una alucinación sin tigres ni coleópteros”, Persio resiste en la soledad de cada noche persiguiendo sus intuiciones; para entenderlas ha desechado la lógica y el conocimiento científico, no busca concertar si no que acepta un desconcierto todavía mayor, cercano a un delirio que lo acerque finalmente al punto armónico donde confluyen los sentidos y la razón.
Finalmente, en el punto de mayor tensión, Persio sufre una suerte de desestructuración total, incluso física, “con un grito se cubre la cara, lo que ha alcanzado a ver lo obliga a doblarse gimiendo, desconsoladamente feliz”. Tiene ante sí una imagen múltiple y originaria, precivilizatoria, como si seres y cosas hubieran regresado a su etapa primordial, mítica, y desde ese comienzo volvieran a reanudar su historia. “Los sentidos dejan poco a poco de ser parte de él, ahora ya no ve ni huele ni toca, está salido, partido, desatado, enderezándose como un árbol abarca la pluralidad en un solo y enorme dolor que es el caos resolviéndose, el cristal que cuaja y se ordena”.
VISION MITICA
Los soliloquios de Persio forman parte de una antología de textos de Cortázar que no han envejecido, que siempre despiertan admiración por su originalidad, por la profundidad y belleza de su prosa y acaso por el carácter profético de sus visiones. En una novela convencional y primeriza, si se quiere, Cortázar planta este poeta marginal y deslumbrante, para vaciar los moldes racionales y costumbristas y enseñarnos a descubrir una intensidad mayor. Persio llora porque lo que ha alcanzado a ver lo supera, porque la extrema lucidez es cruel, pero el suyo es un llanto lustral. En palabras de Saúl Sosnowsky, uno de los primeros críticos de Cortázar, “Persio ha penetrado esa realidad mítica donde el yo no es el yo, lo racional y lo irracional son reintegrados a su unicidad primaria, donde ya es imposible deslindar conciencias, donde todo es un nirvana, un kibbutz del deseo donde no existe el tiempo ni el espacio, donde la realidad y el hombre se unen sin mediatización alguna”.
Parece muy abstracto, sin embargo Persio no se queda anclado en la vía mágica, y sus costosas visiones le permiten, a la vuelta, integrarse a la realidad con nuevos ojos y aún replantarse la identidad de lo argentino y lo americano: “Argentina mía allá en el fondo de este telón fosforescente, calles apagadas cuando no siniestras de Chacarita, rodar de colectivos envenenados de color y estampas! Todo me une porque todo me lacera. ¿Qué debía quedar de todo eso, solamente una tapera en la pampa, un pulpero socarrón, un gaucho perseguido y pobre diablo, un generalito en el poder? Operación diabólica en que cifras colosales acaban en un campeonato de fútbol, un poeta suicida, un amor amargo por las esquinas y las madreselvas. Noche del sábado, resumen de la gloria, ¿es esto lo sudamericano?”.
Volviendo al comienzo de esta nota, y a las sensaciones que le dieron origen, a veces quisiera encontrar un retazo aunque sea deshilachado de esa visión mítica, de esa dimensión desde la cual se pueda volver a la realidad con el optimismo que encontró Cortázar: “Por qué lloras, Persio, por qué lloras; con cosas así se enciende a veces el fuego, de tanta miseria crece el canto, cuando los muñecos muerdan el último pedazo de ceniza, quizá nazca un hombre. Quizá ya ha nacido y no lo ves”. Claro que en tiempos de Cortázar las utopías, por así decirlo, estaban vigentes, y desde muchas referencias de la historia llegaba un resplandor de claridad entre la bruma.
Por ALEJANDRO FONTENLA (*) Escritor. Profesor en Letras (UNLP)